Hay
un poema que no se
escribe nunca: queda clandestino en el revés
de la lengua. Mientras
tanto, palabras placebo de ese poema imposible.
Apenas
poder decir eso
que naufraga finalmente en la frente.
Renunciar
a escribirlo, perderlo: esa pérdida rescata.
Dejarse
traspasar por esa ráfaga o fantasma, quedar inerte, rendida
como
potrillo desintegrándose en el cauce seco sin ningún relato de la
sed o la lluvia.
[En
el revés de la lengua]
Cuántas
primaveras han tenido que mostrar su derrota para
convencernos, dónde
mirar que no sea muerte demorada, polvo
obediente al peso del aire.
Cómo recobrar esa paciencia del agua que no
se precipita, demorada
en la altura, en la locura de enloquecer hasta lo
blanco. Deslumbrada
por el relámpago.
Me
refugio en la sangre, en lo que no se de mí. Allí me yergo donde
los
dedos no han señalado la caída, vértices donde las espaldas no
han
encontrado descanso aún. Erguirse en la fortaleza de lo más
blando, eso
que lleva a los huesos al colapso.
Hay
una cadencia propia de la muerte en el tic-tac de los soles y los
pulsos y está esa dulce podredumbre en la espalda delatando el
perfume del error. Hay tanto pereciendo debajo de lo dicho: un
vertedero invisible en cada cráneo.
Arritmias
que desconcierten el pulso de los muertos, que reviertan la
profecía
del agua quieta: sólo quiero esa palabra terminal.
[Palabra
terminal]
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